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By Bear Travel

Hacer y deshacer

Por mi profesión me encuentro muchas veces con la frase «Estoy deshaciendo una casa», refiriéndose al hecho de vaciarla para vender o alquilar la que durante varias décadas fue el hogar familiar y luego el nido vacío de dos jubilados que ya han fallecido.

Me entristece y no acabo de acostumbrarme a esa expresión, tal vez porque las palabras cuentan más de lo que pensamos. Cuánto contenido tienen a veces, a cuántos lugares y otros tantos tiempos mejores o peores nos llevan.

Deshacer una casa implica quitarse de en medio todo lo que los herederos no han querido quedarse. Hay pues un primer esquilmo, un arrase, y luego ya preguntamos en las librerías de libros ya leídos o de viejo (término que no me agrada, nunca lo ha hecho) si nos comprarían aquellas colecciones de premios Nobel, aquel Quijote nunca leído pero de buena encuadernación, la Biblia o aquella Larousse que con tanto tesón se fue pagando mes a mes.

Pero si hay un lugar donde una se encuentra los objetos desechados de una casa son los rastros. Es en ellos donde te encuentras con vidas enteras sobre el asfalto: muebles, electrodomésticos, vinilos, libros, lámparas…

A veces me da por hacer el ejercicio mental de formar una casa con todo lo que me voy encontrando y, así, empiezo por la entrada: unos quinqués de pared, un taquillón con sus figuritas de Lladró, encima un espejo con forma de sol, un «Dios bendiga cada uno de los rincones de esta casa» y un paragüero de latón.

Para la cocina he visto una mesa y unas sillas de formica verde, una licuadora (la más moderna, de los ochenta), una olla a presión, una plancha eléctrica y una lavadora semiautomática. Remato con una docena de platos Duralex color ámbar, unos vasos de la Nocilla y un pequeño escurreplatos renegrido.

Voy al salón para poner la mesa baja de madera y mármol, los ceniceros de adorno que la cubren, un tresillo y dos sillones; en la vitrina, todos los recuerdos de bodas, la colección de búhos y la de dedales; la cristalería y la vajilla que solo se usaba en ocasiones y que sobrevive a generaciones y generaciones. Esa sopera preciosa que nos ha desbancado en esta carrera que es la vida —ella siempre llega la primera—; los niños vestidos de comunión enmarcados tamaño póster publicitario; la lámpara de ocho brazos, suplicio de quien tenía que limpiarla subida a una banqueta; el tocadiscos y los singles de Manolo Escobar, de Karina, de Boney M., de Pecos, de villancicos…

En el baño, un pequeño mueble con espejo, una caja de ColaCao que hacía las veces de botiquín y grifería incluso.

En el cuarto de las hijas los libros de Enid Blyton, los Cuentos de Andersen de María Pascual, Heidi, Mujercitas, Hombrecitos, todos ellos en Clásicos Bruguera; las nancys, las cunas, los carricoches de las muñecas, un pequeño secreter y un flexo.

Solo quedan unas cosas para acabar de hacer la casa: la Singer, el crucifijo, el cabecero de una cama matrimonial con trabajo de ebanista, igual que las dos mesitas, y la butaca de escay roja con hueco para guardar el camisón y la bata

Ya está hecha. En algún lugar está de nuevo. Solo queda una vieja caja de madera carcomida en la que reparo justo antes de ir a mirar aquel puesto de libros de más allá. Ahí están las fotos de quienes habitaron la casa, de quien limpió la lámpara, de quien se enorgullecía de las notas de sus pequeñas; fotos de estudio en blanco y negro de su boda, de las niñas cada año por Ramos, fotos de la mili del cuñado, fotos con las amigas en la romería del pueblo —tan guapas todas, con sus vestidos de popelina y sus alpargatas—, fotos del abuelo pescando en el río, varando la hierba, posando al lado del flamante 850.

Aquí ya no podemos hacer nada, ni siquiera entender cómo son las personas a las que no les importa que estas fotos acaben amontonadas a la venta en un mercado, o puede que ni tan siquiera sean conocedoras de que han ido a parar ahí.

Dejo de cavilar para no dejar que la nostalgia me lleve por sinuosos caminos y sigo entre los puestos, y se me viene a la cabeza aquello de «Una, dos y tres, lo que usted no quiera pa mi rastro es».

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